Visión actual de la Medicina Ancestral

vision_chamanica2.jpgLa ancestralidad, entendida como pervivencia de los antepasados, se manifiesta en el presente como cuerpo de tradiciones y costumbres, que ha evolucionado enriqueciéndose en la experiencia de sus operadores y sincretizándose con conocimientos de diversa procedencia, que le otorgan un carácter dinámico.

Así entendido, el concepto tiene por lo menos dos perspectivas: la que mira hacia el pasado y que registran los diferentes recursos de la ciencia occidental, la historia y la arqueología principalmente, y los propios del conocimiento étnico, como la oralidad; y la que apunta a su manifestación en el presente y en la experiencia viva, siempre cambiantes.

1. La prístina Medicina Ancestral.-

Al hablar de las medicinas ancestrales, hablamos de algo que puede estar desapareciendo ante nuestros ojos: mueren los Taitas más ancianos “y es como si desapareciera una enciclopedia de conocimientos sobre las plantas y sobre sus usos para curar los males”, decía un seguidor inga del Caquetá colombiano.

No ha quedado registro de ese saber, puesto que la cultura de ellos no era literaria, como la actual predominante, sino oral: transmitida en el acompañamiento de los aprendices al caminar con ellos por la selva y memorizar la identificación, los nombres y los modos de preparación y uso de las plantas aplicados a las afecciones de la gente, descritas éstas también con su particular etiología médica, y entendido y narrado todo dentro de un cuerpo de comprensión del mundo, de su origen y destino, –cosmovisiones que llamamos–. O transmitidas también en las noches de mambeo en las malokas amazónicas, o en los compartires familiares al calor de la tulpa en los hogares andinos, en los que los Mayores narraban las genealogías de los linajes de sabedores, o de gobernantes, o de guerreros míticos o simplemente las de los antepasados familiares; o rememorando los mitos, que no son el sartal de fabulaciones ingenuas que los modernos intérpretes quieren hacernos creer, sino ese cuerpo mezclado de información y simbolismo que permite que la memoria de los antepasados no sea barrida por la peste del olvido y que proporciona el hilo de identidad que los pueblos originarios desatan constantemente para mantener su derecho a la existencia ante los arrasadores designios de las maquinarias de demolición que pavimentan el destino de desastre de la madre Naturaleza y de la vida.

O las transmitidas en las ceremonias de ingestión y purga con las preparaciones de plantas maestras –herramientas formidables del modo de conocimiento nativo–, en que los maestros y Mayores disponen en el escenario del ritual los cantos en lengua arcaica, las invocaciones a los espíritus ancestrales, las interpretaciones de danzas e instrumentos, y toda aquella procesión polifónica y multicolor que conecta a los participantes del trance con la representación del Misterio y de la Trascendencia, o con el Mito perenne que narra la leyenda de los antepasados.

Es probable que la ancestralidad –ese legado milenario de los pueblos indígenas– permanezca, reaparezca y se manifieste de alguna manera a través de esas conexiones inefables que propician las plantas maestras, como el yagé o ayahuasca, el sampedrito o el peyote.

En la nomenclatura occidental podríamos hablar de recuperación o relectura de información –saberes, instrucciones, claves, procedimientos– inscrita en el ADN o códigos genéticos de los descendientes étnicos de aquellos antiguos Mayores, taitas y yachas ancestrales que sobreviven también en la memoria de nuestros pueblos como mito y leyenda. Es por eso posible que nada o poco se esté perdiendo, si las plantas maestras no se extinguen y si estos procedimientos rituales se mantienen y se reproducen con el máximo rigor y autenticidad.

Pero la angustia de que todo ese conocimiento “se pierda” nos lleva –cuando los Mayores se prestan– a hacer esas extensas recopilaciones de palabras en lengua, de conocimientos fragmentarios, de versiones de los mitos, que cuando mejor destino tienen, son realmente transcritas, verificadas y editadas para entrar en la circulación del conocimiento libresco occidental para, generalmente, quedar sepultados en anaqueles de librerías y bibliotecas.

Intentamos resolver el asunto a la manera occidental (ya se está intentando hacer Universidades indígenas, ancestrales, etc.), teniendo como punto de mira la epistemología occidental y la tradición cultural judeo-cristiana que terminó por imponerse en el mundo y que es la que hoy nos rodea por todos lados.

Pero el filo de nuestro interés debiera orientarse en otro sentido, en lo que podríamos denominar “una epistemología propia de los usos médicos ancestrales”2, y que podemos describir sin rodeos como experiencial y práctica: aprendemos haciendo, el verdadero conocimiento se nos graba pasando por el luminoso crisol de la experiencia, si no lo hacemos no nos lo apropiamos.

Para las nuevas generaciones de descendientes étnicos de esta tradición médica, no quiere esto decir que desechamos el acervo de saberes literarios de la civilización occidental, sino que los relativizamos: tenemos en cuenta los libros, los cursos, las conferencias; los analizamos juiciosamente, pero sometemos todo eso a nuestro criterio de verdad: la práctica, su eficacia en la solución de los problemas que se nos presentan al atender los pacientes. O dicho de otro modo, la particular forma del conocimiento tradicional implica no enredarse en cuestiones de lenguaje e ir a la praxis.

Solo así podremos comprender, valorar y mantener una cultura médica propia que llamemos “medicina ancestral”, o “medicina tradicional” de los pueblos indígenas, y en nuestro caso de los pueblos originarios suramericanos y entendida como el conjunto de recursos y prácticas para el restablecimiento y/o mantenimiento de la salud, entendida ésta en el sentido más amplio: física, mental, emocional y espiritual, y no solo del ser humano individual, sino de los conglomerados sociales en todos los niveles, y desde luego, y como contexto de todo, la salud de nuestra sagrada Pachamama.

Desde ahí, nuestra atención debe avanzar a enfocarnos en aquellos personajes que conocen y ejercen esas prácticas. Nuestros yachas, taitas ó sinchis, o como Occidente decidió denominarlos: “chamanes”, generalizando en el mismo término prácticas muy diversas de todas partes del planeta. Debemos esforzarnos por descubrir y recuperar el perfil auténtico de este protagonista de lo que queda de los usos médicos ancestrales. Tarea no fácil, ante la proliferación de especuladores, charlatanes y suplantadores de todo tipo, pero que intentamos abordar con la denominación de “ethos del chamán”, aceptando para este efecto la nomenclatura occidental. Adoptamos esta palabra griega –ethos– entendiéndola como: personalidad, carácter, modo de ser, el conjunto de actitudes y valores de alguien que ejerce un oficio.

El ethos de nuestro médico ancestral está definitivamente ligado a la tierra, la madre primordial, al campo y a la selva, conviviendo cotidianamente con las plantas, con los animalitos de todo género, con los ríos y cuerpos de agua, en comunión permanente con esa trama profunda e intrincada de la vida en todas sus manifestaciones.

Nuestro personaje esta lejos de ser una estrella de escenario o de pantalla, de aquellas que proliferan en las ciudades engañando incautos o vendiendo remedios y “magias” a espíritus débiles y sugestionables. Tampoco es el sacerdote u oficiante de una religión o liturgia, prácticas codificadas en las que devinieron las originalmente espontáneas de estos personajes en las tempranas etapas de la comunidad humana: su oficio no está codificado, ni preestablecido, ni normativizado; no es un funcionario de una asociación para el culto, ni de una empresa de prestación de servicios.

No cuida ningún dogma o doctrina o libro, no preserva ninguna tradición o creencia específica, aunque se exprese a través de simbologías y metáforas de sus propios ancestros y de los usos que él mismo ha heredado y mantenido en su forma más auca, o primigenia, según la acepción adoptada por las civilizaciones andinas. Talvez, y sociológicamente entendido, el ethos de este personaje está más cerca de “el profeta”, tipificado por Max Weber [3], que rompe mitos, costumbres y creencias y crea nuevos. Son muchas las caracterizaciones que la ciencia occidental, especialmente la antropología, ha propuesto para describir a este personaje, con sus particularidades en las diversas culturas, para atrapar la esencia de su “excentricidad” como en el clásico intento del conocido texto de Mircea Eliade4.

Así entendido el “chamán” –o médico ancestral Mayor, o médico tradicional Mayor– es un conector de esa trama profunda de la Vida y del Misterio, del flujo perenne de la Energía y de la presencia insondable del Espíritu, que vive y que percibe, con el mundo cotidiano y prosaico en que los demás seres nos desenvolvemos. Conector de mundos, pero que para serlo arriesga su ser en expediciones a territorios ignotos, a lo desconocido, y crea y recrea por tanto en imágenes, cantos y metáforas de ese Misterio con el que convive y al que accede en su continuo recrear y representar.

Muy raramente estos personajes hacen presencia en las ciudades: su habitat son las selvas, por lo general necesitan muy poco –sus motivaciones no está en el confort material–, o talvez necesiten no ser molestados, particularmente por las hordas de la novelería del “turismo chamánico”.

La preservación de esos personajes sui-generis y de sus prácticas tiene que ver con la preservación de sus selvas y territorios, sin la amenaza de la roturación y colonización de sus espacios supuestamente baldíos, realizada por lo general por los desplazados de las plantaciones extensivas del capitalismo agrario –legal o ilegal–, o por las explotaciones petroleras y mineras y/o los “megaproyectos” que pretenden incorporar los últimos territorios indígenas al proceso internacional de circulación de mercancías y valorización de el capital. La preservación de su legado, tiene que ver con muy finas redes tejidas por las organizaciones indígenas y por los seguidores, líderes y autoridades tradicionales en contacto con la sociedad urbana, estableciendo ese vínculo sutil de comunicación y de atención básica a los Mayores.

2. La medicina ancestral en la moderna sociedad de mercado.-

Y la medicina ancestral llegó a la sociedad industrial urbana de mercado. O mejor, la organización mercantil-consumista ha penetrado todos los resquicios del ámbito humano, y las comunidades étnicas tradicionales no han escapado a esta universalización de la sociedad mercantil-capitalista; y sus recursos, prácticas, costumbres y símbolos también han entrado a la circulación mercantil de bienes.

La presencia de la medicina ancestral en las ciudades ha estado sometida, de una parte, a la reproducción del esquema de relaciones establecido desde la invasión y conquista colonial: la satanización de sus prácticas, creencias y simbologías, por contraposición con la nueva fe y el nuevo Dios impuesto por los colonizadores; proceso agudamente descrito por el sociólogo Michael Taussig, que sustenta en su texto5 la idea de que el poder invasor creó al nivel de los imaginarios una contraparte de poder maligno, el poder salvaje –el poder de los “chamanes” nativos–, al poder bueno de la religión y las creencias traídas por ellos. Dicho esquema se reproduce a lo largo de la evolución de nuestros países, hasta las actuales repúblicas, justificando la discriminación y el exterminio con el argumento de que los usos médicos tradicionales son brujería e implican pactos con el diablo; talvez con la sola variante laica más reciente propugnada por la ciencia médica occidental de calificar esas prácticas como ignorancia o superstición, pero manteniendo la idea de la exclusión, máxime si se convierten en competencia de las suyas.

La inserción de las medicinas indígenas en las ciudades, ha tenido diversos desarrollos e incidencias: el de la adaptación efectiva de los operadores médicos nativos a las condiciones de mercado tratando de satisfacer una clientela que busca en ellos, generalmente como último recurso a sus males, los secretos y magias del brujo indio que se representan en sus imaginerías; y la de la entrada de operadores blancos y mestizos que se arropan bajo las denominaciones y símbolos indígenas, que mezclan procedimientos, amuletos, rezos, yerbas, ungüentos, conjuros y demás parafernalia brujística y religiosa de la más variada procedencia.

En ambos casos a la caracterización tradicional de “hechicería” o poder maligno se ha sumado esa mezcla de prácticas de brujerías provenientes del mismo país colonizador, además de variantes y sedimentos de usos “mágicos” provenientes de otras culturas y que encuentran espacio favorable para su circulación en los fenómenos contemporáneos de la globalización y de la explosión informativa.

La actual representación predominante en el inconsciente colectivo de nuestras sociedades, de la medicina ancestral –o “chamanismo”, o Medicina Tradicional Indígena– está asociada a imaginarios sobre poderes malignos y salvajes, provenientes de poderosos y monstruosos animales, plantas exóticas y venenosas, rituales extraños y diabólicos que convocan poderes secretos que pueden servir para hacer el bien pero también para hacer el mal. La excepción a estas representaciones negativas han sido los casos de aproximación respetuosa a las medicinas tradicionales, tratando de comprender su fundamento, su cosmovisión y su forma propia de conocimiento, desde una auténtica intención de “diálogo de saberes”.

Como corolario a la ideología negativa frente a lo ancestral indígena, la inserción de sus prácticas médicas en nuestras sociedades, ha sido marginal, y desconocida por los sistemas oficiales de salud, abriéndose un vacío jurídico sobre la legitimidad de su accionar, que no ha impedido su difusión –con la mescolanza señalada– entre las capas populares de la población, como alternativa de salud.

Un reconocimiento marginal y subrepticio a las medicinas tradicionales indígenas, quizás poco divulgado pero pragmáticamente muy utilizado, ha sido el de la industria farmacéutica multinacional, que a través de la financiación de investigadores académicos –botánicos, etnobiólogos, antropólogos–, que, incluso a pesar de sus convicciones y ética personal, han contribuido en la extracción de material genético y del conocimiento asociado para la producción y mejoramiento de fármacos de esta industria mundial. Ha sido otra de las formas de expoliación, talvez la más actual, de los recursos de los pueblos indígenas, conocida hoy día como la “biopiratería” y la “cogno-piratería”, con la cobertura de los sistemas occidentales de patentes, que cubren los derechos de propiedad de sus empresas pero desconocen –y sustraen ilegalmente– los de los pueblos nativos.

Aún con todo lo dicho, la Medicina Tradicional Indígena ha ido ganando espacios y prestigio, avances que han ido paralelos al reconocimiento reciente de la diferencia de las culturas indígenas, y precisamente del reconocimiento del derecho a la diferencia. Particularmente en las formulaciones constitucionales más recientes, como en la colombiana promulgada en 1991, que establece el carácter multicultural y pluriétnico de nuestros estados, y que ha abierto la posibilidad de avanzar en el reconocimiento real de los derechos indígenas. Condición indispensable para aprovechar esos nuevos marcos constitucionales es la superación de la fragmentación y el aislacionismo que a menudo se manifiestan dentro del mundo indígena.

3. La perspectiva de la Interculturalidad.-

Utilizamos acá el manido concepto de “interculturalidad” limitado a la acepción que comprende la relación entre etnias diferentes, y para el caso, la relación entre las culturas étnicas indígenas y la cultura –devenida etnocéntrica– judeo-cristiana occidental.

Vemos la relación en el campo médico –el del manejo del complejo salud/enfermedad– entre estos dos bloques culturales con una visión esperanzada de que se imponga el respeto, la comprensión y la complementación entre dos cosmovisiones y culturas médicas que son radicalmente diferentes, pero que en la práctica del encuentro de sus operadores han ido construyendo vías de beneficio para la salud de las personas, sin que para ninguna de las dos propuestas se otorgue poder absoluto sobre la solución y destino de sus vidas, que pertenecen en últimas al individuo mismo.

La relación entre las dos culturas médicas no es fácil. Supone en primer lugar el reconocimiento de que se interrelacionan concepciones y epistemologías diferentes. La occidental, racional, lineal, positivista, unidimensional, utilitarista, que no acepta lo contradictorio como expresión de la realidad, con una construcción teórica que se autocalifica como “científica” y superior a cualquier otra. La indígena, de visión holística o totalizadora –común a todos los complejos culturales tradicionales, particularmente el de Oriente–, experiencial, cuyo contexto es el campo, la Naturaleza, y que, como queda dicho, no solo incluye la salud de las personas sino la de la comunidad y la del medio ambiente. Pero avanzar en la comprensión del otro puede significar entender que las dos metodologías pueden ser complementarias, o que son dos caras de la misma realidad.

Un ejemplo de que esta interrelación es no solo posible sino fructífera, es la investigación de la ciencia médica y la psicología de vanguardia en países desarrollados que estudian y comprenden las experiencias con plantas de conocimiento, o enteógenas, provenientes de culturas tradicionales, como Estados Modificados de la Conciencia, que proporcionan a las personas la posibilidad de comprenderse mejor y de establecer o actualizar su sentido de la existencia, a la vez que reordenar los sistemas informativos del cuerpo físico permitiendo, por ejemplo, la activación del sistema inmunológico y/o la curación de patologías que de otra manera no se han podido abordar.

Otro ejemplo del establecimiento de puentes de interrelación está en los desarrollos y propuestas de la Organización Mundial de la Salud – OMS, respecto de las Medicinas Tradicionales, que desde hace más de tres decenios ha emitido documentos de análisis y propuesto estrategias para el estudio e incorporación de estas medicinas en los sistemas nacionales de salud en todo el mundo.

Son muchas hoy en día las aproximaciones de terapeutas occidentales a los procedimientos tradicionales. Experiencias que deben ser registradas y analizadas en protocolos médicos interculturales, pero que requieren también de clarificaciones en cuanto a la construcción de una confianza y respeto mutuos entre los operadores de las dos medicinas, estableciendo las remuneraciones materiales adecuadas y los derechos intelectuales que reconozcan e institucionalicen los aportes de las partes.

Talvez dos condiciones sean fundamentales, una de cada parte. De los médicos occidentales, el reconocimiento de la dimensión espiritual como factor de la salud y destino de las personas, en la comprensión de que el sentido último de la existencia constituye base primordial del equilibrio del ser humano y que determina su estado de salud o enfermedad. De los médicos indígenas, su deslinde de brujos, charlatanes y suplantadores urbanos y de sus verborreas, con prácticas y concepciones discutibles cuando no denunciables, y el reconocimiento de que la forma de las creencias y la fe son asunto de la intimidad personal que cada quien resuelve en su particular abordaje de la Trascendencia.

La relación intercultural en cuestión pasa también por la eliminación de cualquier idea de exclusivismo o predominancia étnica o racial –el objetivo último de un auténtico universalismo humano–, en correspondencia con el espíritu propuesto por la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial –proclamada por la ONU en 1963– que determina que “toda idea o doctrina de superioridad basada en la diferenciación racial es científicamente falsa, moralmente condenable y socialmente injusta”, y que “la utilización del término raza, predominante en los siglos XVIII y XIX, ha sido abandonada en la actualidad, tanto por su carencia de sustento científico –la biología no ha podido demostrar la existencia de estructuras genéticas de ‘raza’– como por razones políticas y culturales como ser los genocidios y actos discriminatorios en los que ha servido de supuesta justificación o pretexto.” Entendemos dicha aseveración, desde luego, en las dos direcciones de la relación intercultural étnica.

La inserción de las Medicinas Tradicionales Indígenas en las sociedades urbanas debe avanzar también en la institucionalidad, entendida en por lo menos tres niveles: el de la legislación positiva de nuestros países que proporcione base jurídica a las prácticas de la medicina indígena como parte de los sistemas nacionales de salud; la de las regulaciones autónomas de los pueblos indígenas que reglamenten la formación de los médicos tradicionales y el modo legítimo del ejercicio de su oficio, así como la salida desde las comunidades de sus recursos terapéuticos –plantas, preparaciones, atuendos, etc.–; y las nuevas modalidades y condiciones de ejercicio médico conjunto entre operadores de las dos medicinas.

Nuestra perspectiva hacia el futuro es optimista: el hecho de que estemos aquí reunidos es una muestra de ello; el hecho de que se realicen eventos y de que se abran espacios de consideración y análisis de las Medicinas Tradicionales Indígenas muestra que hay una nueva esperanza para la salud de la Humanidad y para los pueblos hasta muy recién desconocidos.

Quito, Ecuador, Septiembre 15 de 2008

Ponencia

Por: Ricardo Díaz Mayorga