Ética y medicina ancestral Ponencia al II Encuentro Internacional de Culturas Andinas
Ponencia
Por: Ricardo Díaz Mayorga
Podría parecer extemporáneo hablar de Ética respecto de una práctica históricamente remota –ancestral–, cuando esa disciplina teórica ni siquiera se había desagregado de un cuerpo íntegro de representaciones sobre la vida y la realidad en los orígenes, sin especificar las concernientes a las costumbres, conductas y comportamientos humanos.
La ética, inicialmente apartado de la filosofía griega, evolucionó para convertirse en disciplina específica y sistemática de análisis y teorización de las actitudes y prácticas morales concretas. La ética es la ciencia de la moralidad en las costumbres, o teoría sobre los principios y valores que guían el comportamiento moral individual. Ya la regulación y el establecimiento de normas de comportamiento corresponde a disciplinas y ciencias diferentes, el derecho positivo principalmente y las instituciones jurídicas.
La ética atraviesa la vida toda de las personas y de las comunidades: es el estilo de vida, el modo de vivir aceptado, de relacionarse, justificado en unos principios y valores que legitiman esos usos. Los valores éticos son relativos al horizonte histórico y cultural de cada época, es impropio entonces hablar de una Ética absoluta o de valores éticos perennes. Dicha relatividad es objeto también de estudio de la Ética.
La imposibilidad de principios éticos absolutos hace que en la sociedad moderna la Ética, o mejor, su antecedente y efecto: la moralidad práctica, sea pactada a través del Estado y la legislación y no impuesta o deducible de configuraciones teocráticas o de principios de autoridad tradicional.
En los pueblos indígenas de la América rige para los efectos mencionados la “ley de origen” –o, “ley natural”, o “ley única”, o “ley de la tierra”, en la terminología de los Mayores– incluidos los comportamiento humanos, que en la comunidad tradicional están adscritos a los designios proféticos o míticos y a la unidad integral de la comunidad tradicional. Dicha ley única se rompe en mil pedazos en las sociedades modernas, como se multiplican las prácticas y actividades humanas con la división creciente del trabajo. La irrupción de la modernidad, y su resultado más perceptible en la vida de las personas, la individuación y el entronizamiento del libre albedrío y las libertades individuales, crean un campo totalmente diferente en cuanto a la calificación de los comportamientos. El cambio moral fundamental entre la sociedad comunal y la sociedad urbana es correspondiente al cambio de la coerción colectiva a la libertad y responsabilidad individual.
La relación entre estos dos términos, ética y ancestralidad, solo puede hacerse a la luz de una óptica actual y utilizando un instrumental terminológico vigente para el análisis de realidades presentes. Enfocamos entonces esta visión ética de la medicina ancestral en su realidad actual, en la que para el análisis distinguimos dos momentos: el de su procedencia como remanente de un legado –herencia– y de la memoria –recorrido– de prácticas médicas tradicionales, ligadas a lo que hoy llamamos “salud del ser humano”, que en una visión más remota –sin desagregaciones– puede significar la salud total, la vida toda de las personas. De otra parte, el ejercicio, la significación y la utilidad de estas prácticas en la sociedad contemporánea.
1- La ancestralidad, legado de los antepasados
La ancestralidad o linaje se comprende como la herencia de los antepasados, inscrita en primer término biológicamente, en los códigos genéticos de los integrantes de un pueblo o raza; pero también en los valores, conocimientos y sabidurías propias –que en términos actuales denominamos cosmovisión– registrados en las míticas y leyendas de los pueblos y transmitidos por la memoria de los Mayores a través de la tradición oral; así como en las formas tradicionales heredadas de convivencia y organización.
De la cosmovisión ancestral de los pueblos indígenas puede desagregarse o deducirse una “ética ancestral”, en la que el valor o principio fundamental es el respeto –devoción incluso– por la Naturaleza o Madre Tierra –la sagrada Pachamama– y en la que se comprenden todos los elementos y fenómenos naturales: las montañas, los ríos, las plantas, las especies animales, el arco iris, los astros, etc., todos ellos “gentes”, o protagonistas con “espíritu”, todos son sujetos; postura que hace al pensamiento occidental calificar esas creencias como “animistas” y sus principios religiosos como “panteístas”. Pero esa actitud ante los demás seres plantea un principio bien diferente de relación con ellos, de equidad, de trato entre seres con derechos, muy diferente del antropocentrismo occidental que coloca lo humano por encima de todo y con derecho a todo.
El otro componente ético deducible del legado ancestral indígena son los valores comunitarios ligados a la territorialidad. La comunidad como conjunto social existe en un espacio geográfico específico. Dicho componente comunitario implica unos valores de convivencia, de solidaridad y de formas de organización, todo ello vinculado, “garantizado” si se quiere, por la propiedad colectiva de la tierra.
Dicha cosmovisión en los orígenes seguramente ha variado con el transcurso del desarrollo de los pueblos, asimilando las nuevas realidades impuestas, incorporando los nuevos hallazgos, técnicas y conocimientos, o sincretizándose con valores, creencias y deidades venidas de otras culturas. Para nuestros pueblos originarios, por ejemplo, fue decisiva la irrupción de los invasores españoles que impusieron a hierro las creencias cristianas que hoy vemos presentes en los rituales de la medicina tradicional.
De las realidades ancestrales que perviven, talvez la que mejor expresa el legado vinculado a la naturaleza, es la práctica de la medicina. Los “chamanes”, como Occidente eligió llamar a estos personajes tradicionales, fueron siempre conocedores eximios del reino vegetal y de sus aplicaciones a las afecciones humanas; “botánicos naturales” podríamos llamarlos, que han cultivado y transmitido un conocimiento precioso sobre las plantas –las de su entorno propio, desde luego– y otros recursos sanadores de la tierra, eficaces en la preservación de la salud de sus comunidades.
El ejercicio de la medicina fue otra de las funciones de los líderes de las comunidades, originalmente sin desagregarse de la función directiva. Las descripciones y estudios occidentales del chamán original –por ejemplo en el conocido texto de Mircea Eliade–, lo ubican en diferentes y simultáneas funciones: políticas, militares, religiosas, artísticas, y también en las medicinales. Con el tiempo la función se fue desagregando y especializando, apareciendo el médico: encargado de los tratos con lo sobrenatural pero también de los malestares físicos de los individuos.
Parte inapreciable de esa tradición sobrevive con los Mayores que permanecen en territorios no intervenidos, en un papel como de guardianes de la integridad de la Naturaleza. La sobrevivencia de estas culturas a través de estos personajes, su permanente retroalimentación con las comunidades más próximas a la sociedad urbana, está supeditada en gran medida a la preservación de dichos territorios, sin permitir su colonización o explotación de ningún tipo, manteniéndolos en la forma de Parques o Reservas Naturales, por ejemplo.
Es indudable el aporte de las medicinas y terapéuticas ancestrales a la moderna farmacopea que maneja la medicina occidental, hecho reconocido por los analistas de la historia de la medicina, por farmacéuticos y otros científicos occidentales. La identificación de los principios activos de las drogas actuales partió casi siempre del conocimiento tradicional sobre las plantas y de su aplicación a determinadas dolencias. Pero el reconocimiento de esta dinámica ha estado signado por la captura de las superutilidades materiales obtenidas en su comercialización por las farmacéuticas multinacionales. Aquí es perceptible el choque ético de dos perspectivas de valor diferentes, en el que la institucionalidad y tecnología occidental arrebata derechos, identidades y tradiciones en nombre de la nueva sacralidad del dinero.
2- Actualidad médica intercultural
Comprender la práctica actual de la medicina ancestral no puede ser sino con una óptica intercultural, o de encuentro y relación de culturas o cosmovisiones diferentes. Encuentro que en todo caso se da dentro del mismo tipo de formación socio-económica, el de las economías de mercado que hoy día hegemonizan la vida del mundo; el capitalismo en su fase tardía que funciona a partir de conocimientos, información y afectos. Dicha realidad común subordina incluso los elementos culturales –creaciones y sabidurías, creencias, valores éticos y morales–. Bien puede decirse que en el encuentro de culturas, se encuentran también dos perspectivas éticas, la proveniente de los valores de las comunidades, de respeto y devoción por la Naturaleza, y la utilitaria-mercantil-racionalista de la comunidad urbana-industrial.
La realidad de la interculturalidad no implica conglomerados diferentes que se encuentran, sino tradiciones o recorridos históricos colectivos que conviven en una y la misma realidad. Hoy día la tradición médica indígena convive y se relaciona no solo con la cultura occidental predominante, sino con otras culturas, la afro por ejemplo, pero también con otras que circulan difundidas por las modernas redes de la información y la comunicación. Esto hace que sea más apropiado hablar de multiculturalidad en lo referente a la intrincada red de relaciones e interacciones entre las culturas en la actualidad.
Puede constatarse que la medicina indígena ha contado y cuenta con aceptación creciente en el mundo urbano. La utilización de la medicina tradicional indígena por gentes de la sociedad urbana tiene una larga trayectoria y ha estado atravesada por múltiples imaginarios y creencias que dificultan y confunden el diálogo intercultural de los médicos indios con los urbanícolas. Creencias sobre los “poderes brujos” de los indios han predominado en la recurrencia de personas de ciudad, particularmente de procedencia popular, a los recursos médicos indígenas. Esta situación se hace más compleja si se tienen en cuenta nuevos actores de esta relación, particularmente suplantadores o “chamanes” no étnicos, y un sinnúmero de protagonistas que leen las cartas, venden brebajes y filtros, ofrecen rituales incluso utilizando las plantas sagradas de los indígenas como el yagé. Y desde luego, todo esto mediado por el factor comercial predominante.
En todo caso, la medicina indígena proporciona un aporte importante a la salud de los individuos en la sociedad moderna, una especie de reconexión con valores profundos de fe en la vida, de trascendencia y hallazgo de recursos propios de autosanación. Dicho resultado se produce, por ejemplo, con la ingestión de preparaciones a partir de “plantas maestras” –o enteógenos, como han sido nominadas por la comunidad científica que estudia este fenómeno–, que inducen estados modificados de la conciencia y que contribuyen a que el individuo reencuentre su equilibrio integral y reprograme su realidad.
El desarrollo de la sociedad moderna occidental, posterior a la comunidad tradicional, propició el individualismo como valor fundamental, valor que exacerbado lo ha llevado a convertirse en enfermedad: el espíritu competitivo y la ambición de dominio y/o el egoísmo defensivo, vividos en el clima de permanente incertidumbre económica y política de la sociedad actual devienen en ansiedad, frustración, angustia, soledad … enfermedades típicas de nuestro tiempo. Pero el individualismo también puede favorecer un valor moral positivo: el aumento de la responsabilidad individual, en primer término sobre el propio destino, pero también sobre las consecuencias de las conductas personales. Dicha perspectiva y el rencuentro con los valores del colectivismo representan reserva moral para una nueva perspectiva ética.
3- Complementación de visiones y prácticas terapéuticas
Las visiones médicas diferentes de la Salud no tienen porqué ser excluyentes. Mejor se pueden entender como momentos históricos y experiencias diferentes de la evolución del saber médico, que pueden encontrar aplicación específica en los casos en que se requiera la combinatoria de técnicas en ayuda del paciente.
Cada vez se practican y visibilizan más aplicaciones combinadas de la medicina occidental con medicinas tradicionales. Aquí es bueno reconocer que dicha combinatoria ha sido por lo general impuesta por los pacientes mismos que buscan alternativas eficaces de mejoramiento, independiente de validaciones dadas por la “cientificidad” o cualquier otro argumento de autoridad que pretenda sobreponer valores de superioridad o hegemonía de unas terapéuticas sobre otras. Y reconocer también que se está frente a pacientes más informados y dispuestos a ejercer su albedrío sobre las opciones de Salud que adoptan.
La difusión de la medicina tradicional indígena en el medio urbano, así como de otras “medicinas y terapéuticas alternativas” ha significado un valor renovador para la medicina occidental, que pone en cuestión aquellas ideas de superioridad de la ciencia occidental que mira a los demás saberes como “precientíficos” o “prelógicos”, cuando no calificándolos como supersticiones. No se pueden descalificar los demás conocimientos con los parámetros propios; se hace necesario encontrar nuevos “juegos de lenguaje” para nominar y procesar las aproximaciones y las combinaciones terapéuticas. A propósito de la “cientificidad” debe recordarse que la Ciencia en sí misma fue siempre abierta, no dogmática, nunca cerrada. Quienes le hacen flaco favor son los que absolutizan erigiendo en inamovibles conceptos que para los verdaderos científicos son solo nuevas hipótesis, nuevos puntos de partida de su incesante e inacabable labor. La ciencia es también un relato mítico engranado en redes de poder y conocimiento.
Más fina aún debe ser la comprensión de la relación de la salud con las creencias, y en general con el “sentido” que las personas dan a su existencia. De alguna manera se deben aceptar las representaciones sobre el Misterio, o sobre la Trascendencia como componente de la salud psíquica de las personas, y por ende de su salud física. Esas representaciones sobre el sentido de la vida o sobre la Trascendencia, se expresan a través de “elementos simbólicos”, a los que no se puede aproximarse solo con los criterios racionalistas de la epistemología occidental, sino también desde una aproximación estética, que no califica ni asume pretensiones de verdad sino que los registra, describe y analiza en sus diferencias respecto de otros.
Quepa aquí señalar una nueva relación entre ética y estética, ya no vinculada al dogma antiguo de que lo bello es bueno; sino registrando la amplia variedad de representaciones y de relaciones entre la bondad y la belleza y/o sus opuestos, de su relatividad. Puede decirse que la configuración simbólica en cada paciente expresa una particular relación entre ética y estética.
La aproximación estética en forma de símbolos es uno de los componentes fundamentales de la experiencia enteogénica –con plantas o substancias de conocimiento– que se manifiesta en los rituales indígenas, pero también en otros formatos de la experiencia mística, como los más formalizados de las configuraciones eclesiales. El brebaje del yagé, por ejemplo, propicia un acceso múltiple y simultáneo a la dimensión que llamamos el “alma”, o sea a una representación o conciencia de cada quien sobre la Trascendencia, sobre su realidad presente –coyuntura espacio-tiempo– y sobre su propia corporalidad. Como representación implica un sistema simbólico, que le da su carácter estético y que se expresa en el momento de la experiencia ayudada o enmarcada por la ejecución o “performance” del operador –taita, chamán, payé o yacha–; esa ejecución es un punto de referencia simbólico para representar el propio.
La ventaja de la estética expresada por los taitas –cantos, invocaciones, danzas, parafernalia, ejecución de instrumentos, lenguaje arcaico, perfumes– es que está basada en una tradición. Hay una historia de esos símbolos que se expresan en el ritual. Es probable –es más, está sucediendo– que otras simbologías y puestas en la escena ritual que acompañan o “guían” la experiencia del participante, sean invención o improvisación del operador; en los casos en que esos operadores no sean de las etnias originarias de esas culturas médicas, o en los casos en que el estado de modificación de la conciencia se haga con sustancias obtenidas por la novísima tecnología química occidental –éxtasis, ácido lisérgico– (experiencias actuales que incluso se hacen sin operador o guía).
Oportuno es comentar acá la experiencia eclesial de el Santo Daime –una de las iglesias ayahuasqueras brasileñas– en la que un formato litúrgico más formalizado de las danzas y cantos, a los que se integra la feligresía durante la ceremonia y que juegan papel fundamental en la experiencia religiosa y mística que viven sus integrantes. Esta relación experiencia estética/religión no es nueva, puede rastrearse a lo largo de la historia de las religiones y del arte, y apunta al papel de la dimensión estética en el conocimiento o representación de lo trascendente.
El avance de la interculturalidad y multiculturalidad médica requiere del compromiso de la medicina occidental de ampliar su óptica hacia los campos señalados. Y requiere también el compromiso de los médicos indígenas de actuar con profesionalismo, de deslindarse claramente de prácticas de brujería y charlatanería y de asumir con la altura y dignidad de su legado el diálogo y la complementariedad médica con sus colegas de las demás medicinas.
4- Hacia una plataforma ética actual
La relación de lo humano con la Naturaleza puede ser la plataforma ética común entre las sociedades urbanas y las comunidades originarias. Podemos plantearlo como una alianza mística por la tierra y con la tierra: una mística de lo natural, del campo, de lo vegetal que signifique el fin del modelo extractivista y de “explotación de la Naturaleza” como valor supremo de la sociedad moderna. Respeto a las selvas, a las montañas, a los ríos, puede ser un elemento nuevo de asunción ética por la sociedad moderna.
Es posible que dicha alianza exprese la necesidad acuciante de un nuevo espíritu ético en esta época y que se concrete en algo así como el “reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza”. Dicho reconocimiento no es ahora solo retórica lírica, sino que ya encontramos ejemplos de su promoción a formato institucional, como en el caso de la recientemente promulgada Constitución Política del Ecuador que en su capítulo VII consagra los “Derechos de la Naturaleza”, un hito que nos suscita esperanzadoras elucubraciones: ¿Podemos estar ante un indicio de reconocimiento de la sociedad occidental y sus instituciones de la valoración que la tradición indígena ha hecho de la naturaleza?
Los supuestos de superioridad y progreso de la sociedad tecnoindustrial son puestos hoy en día en cuestión por aspectos como el deterioro ambiental, las guerras, el creciente poderío destructivo de los arsenales militares, las crisis económicas y financieras, la quiebra de valores en la sociedad consumista; los nuevos y persistentes problemas de la salud pública, … El “progreso” no puede darse en contra de la naturaleza, ni de pueblos enteros que son desplazados o condenados a la extinción.
Hay una creciente conciencia sobre el deterioro del medio ambiente y de que podemos estar llegando a límites irreversibles. Se percibe también un aumento de medidas gubernamentales y de regulaciones de protección del medio ambiente. Cada vez más se impone en la agenda pública y en los medios de comunicación el tema de protección de la naturaleza: calentamiento global, contaminación de las aguas incluidas las marinas, extinción de especies, deforestación. Todo esto no puede quedar solo en el escándalo, hay que avanzar en medidas concretas de protección de los bosques, de los páramos, de los cuerpos de agua. Y también en lo que podemos hacer en concreto los urbanícolas: repensar nuestros usos y costumbres consumistas, reorientar el uso de la energía y del agua, cambiar la manera como eliminamos las basuras, repensar nuestras configuraciones urbanas, replantear nuestro sistema de vida… Los urbanícolas tenemos retos éticos enormes, no podemos recargarnos, o refugiarnos, en las comunidades indígenas o dejarlos solos en la defensa de los valores de la tierra, pensándolo como un problema de los que viven en el campo, sino que es un problema también de la ciudad y desde la ciudad.
Acompañado eso de una nueva mística por los valores comunitarios, de una revaloración de lo colectivo. La adopción de principios comunitarios provenientes del legado ancestral es una cuestión más compleja dada la predominancia del individualismo egoísta que terminó por imponerse en la sociedad de consumo. Pero es también tarea inaplazable para sanar las enfermedades sociales que amenazan la cohesión social, y para abrir camino a un cambio cultural implicado en el avance hacia una sociedad sustentable.
5- Necesidad de una ética médica multicultural
La intensificación de relaciones multiculturales en el ejercicio terapéutico impone la creación de espacios de diálogo e intercambio de conocimiento, así como el pacto sobre reglas de juego comunes a las diferentes perspectivas médicas.
La perspectiva ética ha estado vinculada al juicio moral establecido por las configuraciones religiosas. La gran prueba de fuego al respecto para las instituciones occidentales ha estado en la posibilidad del funcionamiento de una ética laica, no proveniente o deducible de un cuerpo de creencias religiosas, o por lo menos no impuesta sobre el soporte de ellas. Por eso, el principio moral fundamental de la sociedad moderna está en una ética de la responsabilidad individual y en el desarrollo de un cuerpo de doctrina del derecho positivo y de las instituciones jurídicas correspondientes que controlen y sancionen las desviaciones respecto de un comportamiento humano respetuoso de los semejantes y de la convivencia.
Dentro de las condiciones actuales, una ética de la práctica medicinal indígena –en el formato de códigos o cualquier otra forma de normatividad– no puede plantearse sino dentro de una comprensión multicultural, esto es, válida para todas las orientaciones médicas, independiente de su proveniencia cultural. El planteamiento de “éticas específicas” según la cultura, y particularmente de una ética, o código de ética indígena, solo contribuye al aislamiento y auto–segregación de esta práctica y dificulta una verdadera convivencia multicultural de las prácticas médicas. La visión de pueblos y realidades aparte aísla y esconde influencias, asunciones, imbricaciones culturales, evoluciones sincréticas que se van asentando y dando como resultado realidades culturales nuevas que difícilmente caben dentro de marcos normativos particularizados.
La inserción plena de las medicinas tradicionales indígenas en la sociedad occidental moderna debe partir de su reconocimiento como parte del Sistema General de Salud y dentro de la normatividad que lo rige, así como son reconocidas dentro de él otras medicinas y terapéuticas alternativas.
Así mismo, el sistema académico médico debe crear espacios de conocimiento y de investigación de éstas prácticas, convocando permanentemente a los operadores de dichas medicinas y propiciando el diálogo de saberes con ellos.
El baremo que rija todas las prácticas médicas debe estar inscrito dentro del derecho positivo, aún con las prescripciones que especifiquen las particularidades del ejercicio médico indígena. Esto puede significar la aceptación y el reconocimiento institucional de una práctica médica legendaria, a la vez que propicie la autorregulación de este ejercicio dentro de las comunidades indígenas y sus organizaciones de médicos.
Para las propuestas concretas de eticidad y normas morales prácticas en el ejercicio de las medicinas, dentro de la diversidad reinante, un principio ético fundamental es el Respeto: respeto por las culturas –su derecho a existir– y por las representaciones simbólicas que las guían; respeto por el paciente y su derecho a decidir los procedimientos terapéuticos adecuados a la comprensión de su enfermedad y a sus creencias personales; respeto por las plantas sagradas o de conocimiento y a las prescripciones para usarlas.
Dentro de todas las variables que juegan en el acto terapéutico, no se puede desconocer la del dinero, o la de los costos del tratamiento y de los servicios del terapeuta. Si bien el mercado puede contribuir a regular las asignaciones a los diversos factores, no se puede dejar librado este aspecto solo a ese mecanismo: una fundamentación ética al respecto debe establecer principios de solidaridad y accesibilidad de los menos pudientes a los servicios de salud, privilegiando siempre el alivio del dolor y la sanación, creando, por ejemplo, sistemas de subsidio para esos sectores.
El aspecto más íntimo de la relación médico/paciente está en la consideración de la autonomía del paciente, de su percepción y conocimiento sobre su salud, de su responsabilidad en el cuidado personal. Un aspecto importante entonces de la ética médica es no propiciar la dependencia del paciente, creando una especie de clientelismo comercial, y hasta político y espiritual. Respeto a la autonomía e independencia de los pacientes y contribución a su empoderamiento personal.
Bajo los principios y valores señalados creemos posible la convivencia de las diferentes perspectivas terapéuticas, que permitan el reconocimiento y recuperación de ese precioso tesoro que significan las prácticas y conocimientos ancestrales, heredados de los antepasados originarios de la América.
San Juan de Pasto, Agosto 18 de 2010
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