Los saberes en la vivencia de nuestras culturas

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Todo cuanto hace parte, todo cuanto transcurre, cuanto brota… en el marco de una cultura, está amparado, permeado (para decirlo de algún modo) por la cosmovisión, es decir por la manera en que determinada colectividad siente, mira, comprende y vivencia el mundo. En este sentido, un aspecto de partida fundamental, a tiempo de acercarnos a los rasgos y los modos del saber en nuestras culturas, es el carácter vivo que le otorgan las mismas, a todo cuanto existe; desde la cosmovisión de nuestros pueblos, todo tiene vida, todo es persona, no solo los humanos, sino también la naturaleza, el cosmos, lo sagrado. No hay desde esta perspectiva, una jerarquización entre humanos y naturaleza, más bien un sentido de equivalencia, de reciprocidad y complementariedad; de otro modo, cómo entenderíamos todas las vivencias de cariño, de respeto… con la tierra, a quien desde nuestras culturas, antes que como recurso explotable se mira y siente como pachamama, como madre.

Así, en un mundo vivo y de equivalencia, difícilmente aparece el afán de conocer, en tanto proceso que entraña una relación de sujeto cognoscente – y objeto a ser conocido, menos aún el intelecto o la razón como las vías privilegiadas para ello; en esta perspectiva, Grimaldo Rengifo, refiriéndose a las culturas indígenas, señala: “en sentido estricto no hay conocimiento, sino sabiduría pues las cosas mismas no se desdoblan en materia e idea aprehendible. La cosa se conserva como algo entero. Al saber, el campesino vivencia la cosa misma sin separarse mentalmente de ella. La sabiduría (sapientia) en este caso está vinculada con la palabra latina sapere (saborear), pues el saborear está más conectado con el ver, con el oír…”. Es decir, los saberes en el contexto de nuestras culturas antes que una implicancia racional de abstracción o de estudio intelectual… tienen un carácter vivencial, y ocurren en términos de conversación equivalente entre comunidad humana y naturaleza; por tanto los caminos que conducen al saber son diversos: los sentidos, los sueños, los rituales, la lectura de la hoja de coca, etc. ninguna de estas rutas resulta más importante que la otra, más bien complementaria. “No es que los indígenas o comuneros no piensen y representen las cosas de la realidad en la mente, pero la primacía no lo tiene la mente, sino el corazón que integra mente y cuerpo, en una perspectiva no dicotómica sino cordial.” En este sentido, desde la vivencia de nuestras culturas, el lugar del saber, el habitad del saber diríamos, no es la mente sino el corazón; en esa medida los aprendizajes no implican privilegiada y únicamente al cerebro, sino al cuerpo entero, el cerebro se asume en esta perspectiva como un órgano sensorial más, equivalente a los ojos, a las manos, a los oídos, etc.

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En este sentido, cuantas veces no hemos escuchado decir que tal o cual persona tiene mano para cocinar, tiene mano para curar, “ella sabe decir bonito las cosas”, aquel o aquella persona tiene buen ojo para escoger, para reconocer…“mirando nomas ya sabe, se da cuenta”. Es decir el saber ocurre con el cuerpo, el cuerpo entonces desde esta lógica, no es un mero canal, que transmite información al cerebro para que este lo organice y lo haga inteligible; no hay en estos términos, como ya decíamos una división jerárquica entre cuerpo y mente, el cuerpo sabe, así como sabe también la mente. Esta implicancia natural del cuerpo y de todos los sentidos, en los procesos del saber y aprendizaje, deriva a su vez en un carácter altamente vivencial; por esta vía se sabe, se aprende: haciendo, mirando, tocando, escuchando… pero además este saber está emparentado con la vida, no se busca acumular conocimiento, por acumular nomas, recordemos las palabras de don Jacinto al iniciar este diálogo, cuando hacía referencia a la importancia del saber, en cuanto posibilidad de que sus hijos puedan “pasar bien su vida”. Desde nuestras culturas entonces se sabe, se busca saber… para vivir, y a la vez se sabe, se aprende viviendo; en esta medida el saber no representa un momento particular y aislado, ocurre a lo largo de la vida, en diversos espacios y de diversos modos. Siendo un saber anidado en la vida, no es un saber que requiere buscar en una verdad racional su fundamento, se vive nomas; en otros términos no hay el afán de la verdad, el afán de lo único y absoluto, el saber es circunstancial, diverso… sintonizado con un momento y lugar particular, concreto de la vida; pero además, en este sentido el saber no entraña poder en términos de jerarquías, se reconoce que hay personas que por su edad y experiencia saben más, pero no porque conocen más, sino porque han vivido más. En este contexto nadie tiene la propiedad del saber, al no estar presente la relación sujeto – objeto y no haber lógica de dominio y transformación, todo lo que se hace, todo lo que se sabe es para regenerar la vida.

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Así, en un mundo vivo y equivalente, el saber no solo implica a los humanos, sino también a la naturaleza y lo sagrado; así como las personas, la tierra, los animales, las deidades saben, aprenden y enseñan… “el willaku nos avisa, sabe cuándo va venir la visita, cuando le escuchamos, afansito tenemos que limpiar bien la casa y preparar alguito para los que van a llegar”, esta vivencia es nada más una entre muchísimas otras, que dan cuenta, que en nuestras culturas el saber desborda lo humano. El saber en este sentido, requiere más que una cabeza para memorizar, disposición del corazón y de todos los sentidos, para poder conversar y sintonizar con cariño y respeto, ya sea al interior de la comunidad humana, o entre comunidad humana y naturaleza; por este camino, el aprendizaje entre algunas cosas, implica comprometerse sensorial y emotivamente. En ese marco, el fin último del saber en el contexto de nuestras culturas no pasa como ya decíamos por la acumulación de conocimiento, o por el poder que esto implica, o por la transformación y dominación de la naturaleza, más bien por armonizar entre tod@s (humanos, naturaleza y deidades) para pasar bien la vida, para vivir bien.